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Pasifae y El Zubi

domingo, 17 de enero de 2010

LA ARGENTINITA MATUVO UN ROMANCE APASIONANDO CON JOSELITO Y CON SU CUÑADO IGNACIO SÁNCHEZ MEJIAS, AMBAS RELACONES ACABARON EN DRAMA


Por El Zubi

A Encarnación López La Argentinita no le acompañó la suerte en el amor. Se enamoró de dos toreros: primero de Joselito El Gallo y mas tarde de su cuñado Ignacio Sánchez Mejías. El primero murió en Talavera de la Reina de una cornada de Bailaor, toro de la Viuda de Ortega y el segundo, que fue la relación que en realidad vivió en plenitud y durante mas de una década, cayó en Manzanares en 1934 a consecuencia de la cornada de Granadino de la ganadería de Ayala. Estas tres personas conformaron un triángulo amoroso, una trama dramática que acabó en viudedad espiritual para la gran artista de la época Encarnación López, cuyo final fue de la más absoluta soledad. Esos dos nombres: Bailaor y Granadino marcaron la vida de La Argentinita, con la desgracia, la tragedia y la muerte. Pero hubo más mujeres que lloraron amargamente esas dos muertes.
Pero empecemos el relato por el principio. Joselito El Gallo siendo ya el “rey de los toreros” tuvo varias relaciones amorosas antes de que La Argentina se cruzara en su camino. Tuvo un noviazgo (o algo parecido) apenas conocido con una muchacha andaluza, una hija del ganadero Pablo Romero, que no llegó a nada, a pesar de que muchos investigadores hayan afirmado que esa fue la mujer de su vida, y que esta relación no pudo llegar a nada porque el padre de la chica, Pablo Romero, se opuso a que su hija, una chica de la alta alcurnia sevillana en aquellos días, pudiera ser la mujer de un gitano, a pesar de que fuera el “rey de la torería”. Lo de Joselito y la hija del ganadero, fue si acaso sólo una atracción platónica de juventud, cuyo principio y final terminaba cuando Joselito concluía de tentar las reses del ganadero en su ganadería sevillana.
Si es cierto sin embargo, que tuvo una relación amorosa apasionada en Madrid con un cupletista de moda en aquellos años locos posteriores a la I Guerra Mundial: se llamaba Adelita Lulú, y triunfaba por los teatros de España la vez que lo hacían otras canzonetistas famosas del momento, como Pastora Imperio, Raquel Meller, La Goya y Paquita Escribano. Adelita Lulú fue una artista con muy buen gusto, que vestía lujosos trajes y portaba siempre costosas joyas. Se decía de ella que siempre llevaba encima joyas por valor de cuarenta mil duros como mínimo. En aquellos años veinte fue una auténtica estrella de las que llamaban “fotos iluminadas”, porque las jóvenes mostraban ya en sus actuaciones algunas partes de sus cuerpos. Es el caso de Tina Jarque, que fue la primera que permitió que se le fotografiase con un seno desnudo. Adelita tuvo una buena voz y, según las crónicas de la prensa de la época, (Mundo Gráfico y La Unión Ilustrada, principalmente), cantaba con mucha intención...y picardía. Por ejemplo se hizo muy famosa interpretando cuplés como Ladrón, un cuplé en el que preguntaba a un hombre, “ladrón..ladrón ¿dónde empeñaste mal hombre, los pendientes y el mantón”. Otros de sus éxitos fue La duquesa torera o ¡Te has caído chaquetón!, cuplés todos ellos letrados por el maestro Retama con música de Quinito Valverde. Adelita Lulú debutó en 1915 en el Teatro Apolo, y su gran éxito entre los hombres debió de ser el detonante para que el torero Joselito la abandonara, a pesar de que se llegara a hablar en la prensa de una posible boda.
No hubo tal boda y si un nuevo noviazgo del torero sevillano, esta vez con Consuelo Hidalgo, una gran estrella, graciosa y chata, siempre sonriente y con unas piernas espectaculares. Hizo Consuelo una revista de mucho éxito cuyo nombre era La duquesa del Tabarín. Estamos hablando de una época en que también había una gran crisis inflacionista, surgida tras la Gran Guerra europea, y sin embargo artistas como Consuelo Hidalgo o Julia Fons, fueron contratadas por el empresario José Campúa para actuar en el Madrid Cinema por la cantidad de mil pesetas diarias, una cotización propia solo de las grandes estrellas. Cuando el cadáver de Joselito, muerto en Talavera el 16 de mayo de 1920, posaba en la capilla ardiente instalada en la casa que el matador poseía en Madrid en la calle Arteta, junto al Teatro Real, llegaron hasta allí amigos, admiradores y muchas personalidades a dar su último adiós al torero, incluido el presidente del Gobierno Maura. En el velatorio, y en medio del silencio que había en el comedor de la casa donde estaban los restos de José, se oyeron los sollozos de una mujer enlutada de arriba abajo, que lloraba ante el cadáver con una gran pena. El velo cubría su bello rostro, pero todo el mundo reconoció a Consuelo Hidalgo que a pesar de los años transcurridos y de posteriores relaciones que el torero mantuvo con otras mujeres, no lo había olvidado. Se arrodilló ante el cadáver y lloró con amargura porque en aquel momento comprendió que ya no le cabía ninguna esperanza a su corazón.
El tercer gran amor de José, y también el más serio y profundo, fue el que sintió por Encarnación López La Argentinita. José María de Cossío, en su conocida enciclopedia al hablar de Joselito el Gallo reflejó el concepto que el torero tenía del amor y de las mujeres, un concepto que, de manera genérica, también queda perfectamente reflejado en la novela que Alberto Insúa, publico con gran éxito en 1930 con el título “La mujer, el torero y el toro”. Cuando a José le preguntaron si le halagaba la popularidad que tenía entre las mujeres, este contestó: “¡hombre!...¿a quien le amarga un dulce?...pero el peor enemigo que puede tener un torero es la mujer. Un enemigo muy adorable, desde luego, pero muy peligroso. Nosotros los toreros, desde que comienza la temporada hasta que concluye, debemos de huir de las mujeres bonitas y hacer de casto José. Las mujeres son un vino dulce que se sube fácilmente a la cabeza y dobla las piernas, y para torear hay que estar muy fuerte. Hay, sobre todo, que tener las piernas como el acero y la cabeza muy firmes”, y el torero apostilló a los periodistas que lo entrevistaron: “¿Ven ustedes esta medalla doblada?...fue el pitonazo de un toro que me echó mano. La noche de antes de la corrida, me la había pasado mirándome en los ojos de una mujercita”.
Lo cierto es que el amor de José por Encarnación no debió de ser lo profundo que ella hubiese deseado. Joselito fue un hombre un tanto taciturno y triste, y más aun desde que se produjo la muerte de su madre, la señora Gabriela, y nunca se entregó a nada ni a nadie como se entregó a su profesión. Las relaciones entre Joselito y La Argentinita debieron de ser las normales en aquella época. Se conocieron en plena temporada taurina, pues las grandes ferias siempre coincidían con las campañas teatrales de “provincias”. En una de esas ferias coincidieron José y Encarnación y se enamoraron a primera vista, estableciéndose entre ellos una pasión platónica, ya que José que era un hombre recto, quería hacer las cosas de manera ordenada, y pasó de hablar con Encarnación en un principio a querer formalizar sus relaciones de una manera seria y estable. José tenía el deseo de que esta relación tuviera la aprobación del padre de la artista argentina, nacida en 1895 en Buenos Aires, don Félix López, a quien no dudó en escribirle desde Lima, en donde toreaba en la temporada de invierno de 1919-1920. En la carta Gallito no especificaba mucho sus intenciones, pero le decía que tenía grandes deseos de regresar pronto España para hablar con él porque tenía que tratar “un asunto importante”. La misiva, sin duda, era el anuncio del deseo que sentía por formalizar estas relaciones. Esta entrevista como es natural, nunca llegó a tener lugar, ya que José cayó muerto en Talavera el 16 de mayo de 1920. Aquello produjo en Encarnación un profundo dolor que le llevó a la depresión anímica durante un año, despreciando todos los contratos que durante este tiempo le ofrecieron. Buenos Aires fue su salvación, porque un año después el trabajo volvió a despertar en ella el deseo de vivir y seguir con su carrera como artista.
La Argentinita salió de España e inició una gira por América, y fue en México precisamente donde se encontró con Ignacio Sánchez Mejías, casado con Lola hermana de Joselito. Ignacio siempre llevó una doble vida en lo que a lo sentimental se refiere. Ignacio logró enamorar de nuevo a La Argentinita y logró que José, ya muerto, quedara en un paréntesis, en el pasado, en un dolor que tenía que olvidar. Encarna conoció a Ignacio cuando este actuaba como banderillero a las órdenes de su cuñado, y al final, acabó siendo la autentica pasión en la vida de Encarnación. Ella y él vivieron, lejos de España el romance más apasionado que se recuerda en el mundo de los toros, pues se sintieron atados por una pasión común: el teatro. El encuentro de Ignacio y Encarna en México cambió el rumbo de sus vidas. En aquellos años no existía el divorcio en España y toda relación amorosa no bendecida por la Iglesia era vivir en pecado mortal. El torero estaba casado con Lola, pero entre ellos la pasión sólo duró los primeros años de matrimonio. Sin embargo Lola e Ignacio ejercieron de puertas adentro una curiosas e hipócrita ejemplaridad matrimonial. Delante de sus hijos, José Ignacio y María Teresa, jamás hubo ni un mal gesto ni una mala palabra. Dejaron de dormir juntos cuando él estaba en Pino Montano. En la casa tenía una habitación en la planta baja que era la que él utilizaba. No obstante, y esto es lo mas extraordinario, el acuerdo de guardar las apariencias de este matrimonio no impedía a Lola, esposa burlada y conocedora del amor de su marido por Encarnación, no le impedía ser cariñosa y generosa con él, pues incluso lo curaba y lo aliviaba de las heridas que recibía en las plazas.
La Argentinita e Ignacio Sánchez Mejías vivieron más de diez años su relación amorosa en completa felicidad. Ella triunfaba en los escenarios y él alejado ya de los toros, ejerció como dramaturgo y escritor de éxito. En 1934 al torero le entró de nuevo el veneno de los toros y preparó su reaparición. Había perdido facultades y estaba un poco más gordo. En julio, para cubrir la ausencia de Domingo Ortega que tuvo un accidente de coche, aceptó torear en Manzanares el 11 de agosto, junto al mexicano Armillita y Alfredo Corrochano, hijo del famoso don Gregorio, crítico taurino. Granadino, un toro negro bragado, le prendió en el segundo pase que pretendió dar sentado en el estribo. Murió al día siguiente en un hospital de Madrid de una septicemia. El drama personal y familiar se vivió con toda la intensidad. La Argentinita recibió la noticia en su casa que tenía en Madrid, en la calle del General Arrando. Lloró durante días desesperadamente, porque de nuevo la muerte y un toro le partían el corazón de mujer enamorada, con el agravante de que no pudo ni acercarse a la clínica para velar los restos de su hombre, ya que estaba rodeado por los miembros de su familia. Sufrió por tanto la separación de Ignacio de lejos, y de nuevo, como le pasara anteriormente con Joselito, se sumió en una profunda depresión, de la que logró salir gracias a Lola Membrives, que le ofreció un contrato extraordinario en Buenos Aires, donde encontró el deseo de vivir y seguir en los escenarios. Encarnación se quedó con el dolor, y Lola, la viuda oficial, reclamó el vestido de torear con el que había encontrado la muerte su marido en Manzanares, para evitar que se convirtiera en objeto de fetichismos.
El día de la muerte de Ignacio, en Santander, en la Universidad Internacional, lloraban su muerte, además de Federico García Lorca, otra mujer que lo amó intensamente y que participaba allí con una ponencia. Me estoy refiriendo a la escritora y periodista francesa Marcelle Auclair, con la que el torero había mantenido también un apasionado amor. Ella era esposa del escritor Jean Prévost, era amiga de los intelectuales españoles y le gustaba pasar algunas temporadas en España. En los años treinta conoció a Ignacio y este incluso fue en varias ocasiones a visitarla a Paris. Marcelle e Ignacio estuvieron a punto de convertirse en amantes, pero ella tuvo reparos porque él era un hombre casado. Federico García Lorca, que era amigo personal de ambas mujeres y del propio Ignacio, llegó a decir que si Encarnación se hubiese enterado de este idilio amoroso con Marcelle hubiera matado a ambos. Marcelle también lloró con amargura la muerte del torero.
Como hemos podido comprobar, todos estos hechos relatados, que fueron reales ratifican los ingredientes apuntados en la novela antes citada de Alberto Insúa “La mujer, el torero y el toro” y que publicó en 1930: esos tres elementos citados y sumados, la mayoría de las veces desembocan en la muerte, la tragedia y el drama. Pero lo vivido por Encarnación López La Argentinita si que fue singular y trágico, pues pasó por la misma situación de amor y muerte, dos veces y de formas exactas.

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