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Pasifae y El Zubi

miércoles, 9 de diciembre de 2009

LA TAUROMAQUIA DE MANOLETE LE DIO LA INMORTALIDAD Y EL MITO SE INICIO CON SU MUERTE



Por EL ZUBI
(Este artículo obtuvo el Primer Accésit en el I Premio Literario Taurino “José Luis de Córdoba”.2008)

Nunca pude ver torear a Manolete, porque nací seis años después de que muriera en Linares de aquella forma tan dramática, sólo reservada a los héroes y a los mitos. Mi padre, que fue un gran aficionado a la Fiesta, siempre me habló de Manolete como si de un dios del Olimpo se tratara, y me metió el veneno en el cuerpo. Luego me consolé viendo todas las películas o videos que han caído en mis manos sobre él. Por suerte hay muchas imágenes de Manolete mostrando su tauromaquia y su poderío. No me canso de verlos un día y otro… y lo que más me impresiona de esas secuencias de imágenes, es la mirada siempre triste del torero. Manolete reflejaba en su rostro, llevar sobre sus hombros una pesada carga aunque triunfase con ella en todo el mundo. Me impresionan de esas vueltas al ruedo que daba, como ofrecía su mirada triste a quienes le aplaudían, los mismos que más tarde le mostraron las entradas, le insultaron y le decían a gritos el precio que les había costado. Esa mirada triste del héroe, es para mí, como si Manolete quisiera establecer comunicación entre él y cada uno de los espectadores a los que miraba. Siento en esa mirada como si el héroe quisiera despedirse porque intuye su final cercano. Me impresiona siempre la solemnidad con la que hacía los paseíllos, una solemnidad que rozaba lo majestuoso, por las connotaciones estoicas de aquel que va a encontrarse con la muerte, y lejos de huir, camina con paso firme y resignado hacia ella, desmonterándose solemnemente ante la presidencia. Ese hombre que caminaba en Linares con paso firme y resignado hacía la muerte, también lo hizo aquel día con una tremenda personalidad. Con el prestigio que emanaba de su enjuta figura, hizo concentrar en torno de su forma de ser, siempre discreto y callado, el paradigma del toreo de su tiempo. Su tauromaquia, sin duda le dio la inmortalidad, pero el mito fue obra exclusiva de la muerte. En eso el torero, nada tuvo que ver.
Es verdad que Manuel Rodríguez “Manolete” no era un santo, sólo un ser humano extraordinariamente dotado para su profesión. Pero había dos seres en él. El “Manuel Rodríguez” humano y el “Manolete” torero. Manuel Rodríguez era humano… demasiado humano, y cuando quiso liberarse de las ataduras de su profesión fue ya demasiado tarde. Él mismo, yo creo, aquella tarde de Linares, sintió con abrumadora certeza que sólo la muerte podría librarle de las dificultades para poder seguir siendo Manuel Rodríguez. El patetismo de su cara aquella tarde del 28 de agosto de 1947, antes de la corrida es, cuanto menos, acongojante y siempre que veo sus fotos me causa una espantosa angustia.
Manolete emerge como torero en el momento en que comienza la posguerra. Los figuras que estaban en la cumbre años antes tenían ya los días contados con la irrupción del cordobés. Hablo de Domingo Ortega y de Marcial Lalanda, pues estaban ya en el ocaso de sus carreras y sin embargo no se habían dado cuenta. Manolete los mandó a los dos al retiro forzoso, pues mientras Domingo Ortega daba pases de trincherilla y rodillazos para doblegar al toro, Manolete llevaba ya un buen rato toreando y dando naturales con la izquierda en redondo. Con la llegada del cordobés, se fueron mas toreros al asilo: Chicuelo, Cagancho, Pepe Bienvenida, Gitanillo de Triana, Vicente Barrera y Nicanor Villalta. El público español de la posguerra necesitaba nuevos toreros para olvidar la tragedia. Manolete asumió esa responsabilidad muy a su pesar: “la responsabilidad de hacer olvidar una guerra”. A partir del 2 de julio de 1939, fecha en la que toma la alternativa cortando dos orejas en la Real Maestranza de Sevilla, el diestro cordobés será la nueva figura que revolucione los carteles. Siguen mandando durante unos meses Ortega, Lalanda, Bienvenida o Vicente Barrera, pero todos ellos tenían los días contados, pues el nuevo estilo, diferente e inquietante, impuesto por el cordobés había ya calado hondamente entren los públicos. A los aficionados que acudían a verlo, les inquietaba su personalidad tan fuera de lo corriente. Manolete daba una importancia y un sello extraordinario a los lances fundamentales: la verónica, la media, los pases al natural con la mano izquierda en tandas de cinco seis y siete pases. Demuestra día a día que es un extraordinario estoqueador en la suerte del volapié, que posee un valor sin límites que derrocha en todas las plazas tanto grandes como pequeñas y, como ahijado de Chicuelo, dio mucha importancia al toreo en redondo. No en vano el poeta Gerardo Diego escribió sobre él: “Torneados en rueda/ tres naturales/ y una hélice de seda/ con arrabales”.
Quien llevó muy mal el retiro fue Marcial Lalanda, pues Manolete impuso su estilo de torear cerca del toro y con unos condicionantes estéticos nuevos y sorprendentes, que hacen que Lalanda se quede sin sitio y se retire en 1942. Marcial no supo digerir el nuevo toreo del cordobés y llegó a decir de él que era “un torero de poca clase”, algo normal pues el toreo de cada uno era radicalmente diferente, pero en los duelos que mantuvieron entre ambos, en aquellos apasionantes mano a mano, fue Manolete quien siempre salió victorioso y fortalecido. Manolete y Arruza, a pesar de lo que se haya escrito, nunca fueron en realidad rivales, pues ambos se complementaban. Respecto a Luis Miguel Dominguín, él creyó hacerle sombra al cordobés, pero la realidad fue muy distinta. Nadie de la época vio en Dominguín un rival para el maestro de Córdoba. Logró fama por desafiar a Manolete en la temporada 1947, sin embargo en la de 1946, que Manolete no toreó en España, nadie consideró a Luis Miguel como el número uno del escalafón, puesto que en ausencia de Manolete su trono siempre quedó vacante.
Fue el historiador taurino Néstor Luján, quien discernió y aclaró lo “sobredimensionada” que fue la “supuesta rivalidad” entre los dos toreros, pues a juicio de Luján, Dominguín perteneció a un mundo nuevo, una manera adulterada y ficticia de entender la tauromaquia, que aun se entendía como anacrónica mientras Manolete estuvo vivo. Nada pudo hacer Dominguín en vida para anular a Manolete. Cuando el cordobés toreaba de perfil lo hacía para ceñirse muy cerca del toro, mientras que Dominguín haciendo lo mismo daba la sensación de un “desangelado desapego”. En realidad ningún torero consiguió ser un verdadero rival para Manolete, porque el verdadero rival no fue otro que la propia sociedad de aquella época, cansada ya del dominio indiscutible del “héroe inexpugnable”.
Lo cierto de todo esto es que el torero cordobés, enseñó al público que era posible estar bien con el 90% de los toros, a base de aguantar y consentir en un sitio que ningún torero de su tiempo fue capaz de pisar. Pues Manolete no solo paraba, templaba y mandaba mas que ningún otro, sino que “ligaba” como nadie. La ligazón en el toreo se convierte así en la clave de su tauromaquia, y no el muletazo aislado. Impuso la unidad básica de la faena. Los pases dejan de ser un fin en sí mismos para convertirse en eslabones de un todo que es “la tanda”. Manolete impuso romper con la curvada geometría belmontina y adoptó la recta, que le permitía ligar mejores muletazos que propiciaban que el torero se convierta en el eje de la acción sin apenas enmendarse. De esta forma hacía pasar una y otra vez la embestida del toro, ciñéndolo al máximo hasta que le impedía seguir prolongando la serie. Esa prolongación al máximo es la razón técnica de su toreo perfilero y puro. Toreaba de esta forma porque así él sentía el toreo, y esa concepción hierática y verticalista de su toreo le llevó a torear de perfil, nunca como ventaja sino todo lo contrario, pues arriesgaba así más que ningún otro. Al dejar la muleta a la altura del cuerpo mas bien retrasada, podía pensarse que el torero escamoteaba la primera parte del muletazo, poro era ahí donde más arriesgaba pues traía al toro embebido de lejos teniendo este que pasar antes delante de su cuerpo, con el riesgo que eso tenía. Citando de esa manera permitía, con enorme aguante, que los toros intentaran estrellarse en la tela sin dejar él que la enganchara, y era capaz de llevarlos toreados con lentitud y rematar el pase allá donde la máxima extensión física de su brazo le permitiera. Por eso consiguió dar los pases más largos en duración que cualquier torero de la época. Los naturales con la izquierda de Manolete fueron un ejemplo de perfección y temple. Esta manera de concebir el toreo le permitía arrimarse como ninguno al toro, y con esta técnica logró sacarle partido a toros, que en otras manos, hubieran acabado en tres minutos en el desolladero. Consiguió por tanto hacerles faena a esos toros que cualquier torero llama “inservibles”. No cabe duda por tanto, que el cordobés agrandó el toreo, pues lo dotó de majestad y empaque personalísimos, huyendo del adorno histriónico y afectado tan común en toreros como Ortega o Marcial. Esa ausencia de abalorios, la recia seriedad y sequedad de su valor dio a todo cuanto hizo un halo de autenticidad que a ojos del público parecía un gigante. Hacía faenas extraordinarias que culminaban finalmente con una inmejorable y perfecta estocada a volapié.
Con él llegó a México la locura en los inviernos de 1944, 1946 y 1947. Muchos aficionados mexicanos empeñaban sus relojes y sus pequeños tesoros familiares, para pagar una entrada y ver torear a Manolete. El Gobierno Federal de México tuvo incluso que intervenir impidiendo que se celebraran más festejos de los previstos de antemano, porque la alteración que se estaba produciendo en las economías domesticas era tan notable, que la economía del país comenzó a estornudar. La gente vendía sus automóviles y empeñaban incluso sus colchones para verlo torear. Allí fue más ídolo si cabe que en España y no digamos ya mas que en Córdoba, donde nunca se ponderó en su medida a este “monstruo” mientras estuvo vivo. Fue por tanto un ídolo indiscutible en México y un ejemplo para los toreros de allí que no habían visto nunca torear de esa manera. No habían concebido aun ponerse delante de un toro como lo hacía Manolete y eso fue lo que más impacto causó. Cuando lo vio torear por primera vez Silverio Pérez en la Maestranza de Sevilla quedó perplejo, y lleno de estupor preguntó: “¿…pero esto lo hace todas las tardes?”. Gregorio Corrochano, que como sabemos era belmontino de pies a cabeza, dijo sin embargo de él que “…la plaza se llenaba con su presencia; él eclipsaba el ruedo y al toro, y sólo se le veía a él”. Por su parte Felipe Sassone, publicó en Dígame que Manolete dio una vuelta de rosca mas al concepto de tauromaquia impuesto por Juan Belmonte, pues hacía sus faenas en un palmo de terreno “que es la mas suprema y difícil manifestación del arte del buen lidiador”. Por su parte Francisco J. Domínguez en su libro “Los Califas del Toreo” apunta que “Manolete aporta ritmo, precisión, cercanía, el tiempo de las faenas y la fragmentación de las mismas, aportando quietud con un vertiginoso juego de muñecas. Fue la perfección del concepto de ligazón en el toreo”.
La muerte de Manolete supuso la desaparición de su toreo que, reconozcámoslo ya de una vez, fue el “toreo eterno” y perfecto. Su manera de torear, citando de perfil, fue imitada por algunos durante pocos años pero pronto cayó en desuso, precisamente por una razón de mucho peso: el terreno en que Manolete clavaba las zapatillas estaba demasiado cerca de la muerte. Tras él, se vuelve pues al toreo de frente y aparece una nueva manera de torear, exagerada, de alardes innecesarios y una supuesta valentía inconsciente pero de riesgo calculado. Me refiero a los Litri y los Chamaco; los toreros “tremendistas” que aparecen justo cuando en España acaban las “cartillas de racionamiento”: nuevos toreros y una nueva sociedad que comienza a comer y a olvidar una guerra. Pero mientras Manolete estuvo en activo, desde 1939 a 1947, nadie osó hacerle sombra: ni toreros ni toros. Él fue el faro en torno al cual giraron todos los públicos en España y América. Por eso será siempre inmortal, aunque la muerte lo convirtiera, muy a su pesar, en un mito.

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