Por El Zubi
Poca gente conoce, que la propiedad de la cabeza del toro Burlero, de la ganadería de Carlos Núñez, que mató a Jose Cubero “Yiyo” el domingo 30 de agosto de 1985 en la Plaza de Toros de Colmenar Viejo (Madrid), durante la Feria de Los Remedios, fue motivo de varios litigios en los tribunales, entre los carniceros que compraron los toros de aquella dramática corrida y la empresa Merlan S.A., adjudicataria de la Plaza, y que el asunto acabó en 1990 en el Tribunal Supremo, que respaldó la sentencia de la Sección 14ª de la Audiencia Provincial de Madrid, dándole la razón y la propiedad de la cabeza en última instancia, a los carniceros José y Domingo R. M., que recuperaron la propiedad de la cabeza cinco años después de la muerte de “Yiyo”.
Pero empecemos por el principio, que es como hay que contar las historias. Burlero fue el sexto toro en lidia de la corrida que se celebró aquel negro día de las fiestas locales de Colmenar Viejo. José Cubero compartía cartel con Antonio Chenel “Antoñete” y José Luis Palomar. Al salir el toro se animó la cosa en la plaza. Rafael Atienza lo picó muy bien. Yiyo comenzó la faena con la rodilla en tierra, con tres impresionantes muletazos por bajo que quitaron la respiración a la plaza. El toro estaba bien ahornado por la lidia que se le había hecho. José Cubero le dio tres series de redondos muy templados, bien ligados, muy intensos y sentidos. El torero es que se entregó desde el principio. Las series eran largas, de cuatro y hasta cinco pases, con las zapatillas clavadas en la arena sin enmendarse del sitio. Burlero era un toro muy encastado que repetía y repetía con codicia su noble embestida. La faena pasó a mayores cuando Yiyo se echó la muleta a la mano izquierda y comenzó a torear al natural desmayadamente, hasta empalmar dos con el de pecho. El público estaba ya conmovido y en pie. Yiyo, borracho de toro y poseído por la magnitud de su obra, cambió la espada y siguió toreando: cuatro molinetes fundido con el toro y tres naturales mas por bajo para rematar la faena, dejando al toro cuadrado y pidiendo la muerte a gritos. El torero se perfiló y pinchó en hueso. De nuevo se perfiló y a volapié muy lentamente, dejándose ver se cruzó con el toro, metiéndole el estoque en todo lo alto. El toro al sentirse la espada se revolvió y Yiyo quiso hacerse el quite con un natural para sacarse de encima al animal, pero Burlero, herido de muerte estaba ya cegado y cogió al torero a quien dio una voltereta. Estando el torero tendido en la arena giró sobre sí mismo para que el toro no volviera a cogerlo, pero Burlero, herido de muerte, ya estaba encelado con su presa y no atendió a cuantos capotes le echaron para quitarlo de allí, y persiguió a Yiyo haciendo hilo con él hasta alcanzarlo de lleno en el costado con una terrible certeza. Lo enganchó, lo levantó del suelo y lo dejó de pie con el pitón dentro del cuerpo. El toro, libre de su presa cayó fulminado, mientras el torero auxiliado por sus subalternos, daba tres pasos hacia la barrera, con la vista perdida y se desplomó. La muerte con su guadaña hizo acto de presencia. La estupefacción de los toreros delató la tragedia mortal. Yiyo estaba muerto. Cuando lo llevaban por el callejón las asistencias, el gesto del torero era delatador y terrible: los ojos abiertos y extraviados y la tez blanquecina cerúlea de la muerte.
El ganadero Marco Núñez, horrorizado huía hacia Sevilla, sin entender aun a ciencia cierta lo que había pasado. Su muerte dejó secuelas de tragedia y de dolor: su apoderado Tomás Redondo, que no pudo sobrellevar el dolor de la tragedia se suicidó poco tiempo después. Chocolate, su mozo de espadas, murió también poco tiempo después, enfermo de la pena y la nostalgia, y su picador Rafael Atienza, murió pocos años después también. Recuerden que Yiyo estuvo en aquel fatídico y maldito cartel de Pozoblanco del 26 de septiembre de 1984 junto a El Soro y Paquirri.
Burlero fue arrastrado por las mulillas hasta el desolladero. Cuando los carniceros José y Domingo R. M. que habían adquirido las res por contrato de compraventa firmado el 13-8-1985, procedían al despiece de la res, separada ya la cabeza del cuerpo, irrumpió en la sala de desolladero de la Plaza un gran número de personas de la empresa Merlan S.A. y sin que los matarifes pudiera impedirlo, se la llevaron para disecarla. Durante cinco años la cabeza estuvo en manos de los propietarios de la plaza. Los compradores de la carne de aquella corrida interpusieron una demanda de menor cuantía a los propietarios de Merlan, por creer que se habían apropiado de algo que ellos habían comprado. El Juez de 1ª Instancia de Colmenar Viejo dictó sentencia el 10-12-1988 desestimando la demanda de los carniceros, que como es natural la apelaron, y la Sección 14ª de la Audiencia Provincial de Madrid, en Sentencia de 11-5-1990, estimo el recurso y la demanda condenando a los demandados a entregar la cabeza del toro a los carniceros. Merlan interpuso un recurso de casación y el Tribunal Supremo rechazó el recurso, dejando sentado la sentencia dictada por la Audiencia en la que se dice que había existido “una desposesión cuando esa parte del cuerpo pertenecía ya a los demandantes, como industriales compradores de la carne, concepto no limitado a las canales de la res, sino a todas las partes en que normalmente se despieza, entendiéndose según costumbre habitual en el mundo del toro, que la compraventa de la carne de los toros a lidiar incluye el todo del animal: vísceras, cabeza y despojos”.
Y esta es la triste historia sobre la muerte de “Yiyo” y de Burlero”, el toro y el torero que se mataron mutuamente y que no sólo trajo consecuencias trágicas al entorno del torero, sino que la codicia de algunos acabó en los tribunales. Ustedes se preguntarán como ha podido llegar hasta mí manos esta sentencia tan interesante y curiosa, y que estoy seguro pasará ya a la historia de la Jurisprudencia y también de la Tauromaquia. Los periodistas con raza somos inquietos y audaces, investigamos a veces, como sabuesos, lo divino y lo humano, pero la verdad es que todo ha sido fruto de una casualidad, que quiero que conozcan. La casualidad y el tiempo, por otra parte, son elementos consustanciales para cualquier investigación.
La sentencia me la hizo llegar un extraordinario abogado cordobés, muy buen aficionado a los toros, llamado Ignacio Enríquez. El equivalente en la abogacía cordobesa a lo que Luis Miguel Dominguín fue en los toros, por prestancia, maestría y torería. Un número uno en lo suyo. En el último número de la revista La Montera en que publiqué el último capítulo de una serie dedicada a “La República, la Guerra Civil y los Toros”, hablaba de las ganaderías y ganaderos que desaparecieron en la fraticida guerra civil que los españoles sufrimos en el siglo pasado. MI generoso amigo Ignacio Enríquez, me mandó un correo electrónico con la citada sentencia y me decía: “Zubí: como te prometí, te remito la sentencia que dictó el Tribunal Supremo sobre la propiedad de la cabeza del toro que mató al Yiyo, que al final fue para el que compró las carnes. En tu artículo de La Montera sobre las ganaderías en la guerra civil, mencionas a mi abuelo materno Indalecio García Mateo, padre de mi madre Teresa García Nátera, que se la vendió a Carlos Núñez, fundamentalmente porque habían matado en el frente a su hijo Indalecio, que era el que la llevaba. Si te interesa te puedo dar mas datos”. El mundo es un pañuelo y la generosidad de las personas hay que corresponderla con el tributo de la gratitud. Por eso yo desde estas páginas te agradezco de corazón Ignacio, la luz que me has dado pues de alguna manera, tú y yo, hemos escrito juntos una nueva página en la historia de la Tauromaquia.
Pero empecemos por el principio, que es como hay que contar las historias. Burlero fue el sexto toro en lidia de la corrida que se celebró aquel negro día de las fiestas locales de Colmenar Viejo. José Cubero compartía cartel con Antonio Chenel “Antoñete” y José Luis Palomar. Al salir el toro se animó la cosa en la plaza. Rafael Atienza lo picó muy bien. Yiyo comenzó la faena con la rodilla en tierra, con tres impresionantes muletazos por bajo que quitaron la respiración a la plaza. El toro estaba bien ahornado por la lidia que se le había hecho. José Cubero le dio tres series de redondos muy templados, bien ligados, muy intensos y sentidos. El torero es que se entregó desde el principio. Las series eran largas, de cuatro y hasta cinco pases, con las zapatillas clavadas en la arena sin enmendarse del sitio. Burlero era un toro muy encastado que repetía y repetía con codicia su noble embestida. La faena pasó a mayores cuando Yiyo se echó la muleta a la mano izquierda y comenzó a torear al natural desmayadamente, hasta empalmar dos con el de pecho. El público estaba ya conmovido y en pie. Yiyo, borracho de toro y poseído por la magnitud de su obra, cambió la espada y siguió toreando: cuatro molinetes fundido con el toro y tres naturales mas por bajo para rematar la faena, dejando al toro cuadrado y pidiendo la muerte a gritos. El torero se perfiló y pinchó en hueso. De nuevo se perfiló y a volapié muy lentamente, dejándose ver se cruzó con el toro, metiéndole el estoque en todo lo alto. El toro al sentirse la espada se revolvió y Yiyo quiso hacerse el quite con un natural para sacarse de encima al animal, pero Burlero, herido de muerte estaba ya cegado y cogió al torero a quien dio una voltereta. Estando el torero tendido en la arena giró sobre sí mismo para que el toro no volviera a cogerlo, pero Burlero, herido de muerte, ya estaba encelado con su presa y no atendió a cuantos capotes le echaron para quitarlo de allí, y persiguió a Yiyo haciendo hilo con él hasta alcanzarlo de lleno en el costado con una terrible certeza. Lo enganchó, lo levantó del suelo y lo dejó de pie con el pitón dentro del cuerpo. El toro, libre de su presa cayó fulminado, mientras el torero auxiliado por sus subalternos, daba tres pasos hacia la barrera, con la vista perdida y se desplomó. La muerte con su guadaña hizo acto de presencia. La estupefacción de los toreros delató la tragedia mortal. Yiyo estaba muerto. Cuando lo llevaban por el callejón las asistencias, el gesto del torero era delatador y terrible: los ojos abiertos y extraviados y la tez blanquecina cerúlea de la muerte.
El ganadero Marco Núñez, horrorizado huía hacia Sevilla, sin entender aun a ciencia cierta lo que había pasado. Su muerte dejó secuelas de tragedia y de dolor: su apoderado Tomás Redondo, que no pudo sobrellevar el dolor de la tragedia se suicidó poco tiempo después. Chocolate, su mozo de espadas, murió también poco tiempo después, enfermo de la pena y la nostalgia, y su picador Rafael Atienza, murió pocos años después también. Recuerden que Yiyo estuvo en aquel fatídico y maldito cartel de Pozoblanco del 26 de septiembre de 1984 junto a El Soro y Paquirri.
Burlero fue arrastrado por las mulillas hasta el desolladero. Cuando los carniceros José y Domingo R. M. que habían adquirido las res por contrato de compraventa firmado el 13-8-1985, procedían al despiece de la res, separada ya la cabeza del cuerpo, irrumpió en la sala de desolladero de la Plaza un gran número de personas de la empresa Merlan S.A. y sin que los matarifes pudiera impedirlo, se la llevaron para disecarla. Durante cinco años la cabeza estuvo en manos de los propietarios de la plaza. Los compradores de la carne de aquella corrida interpusieron una demanda de menor cuantía a los propietarios de Merlan, por creer que se habían apropiado de algo que ellos habían comprado. El Juez de 1ª Instancia de Colmenar Viejo dictó sentencia el 10-12-1988 desestimando la demanda de los carniceros, que como es natural la apelaron, y la Sección 14ª de la Audiencia Provincial de Madrid, en Sentencia de 11-5-1990, estimo el recurso y la demanda condenando a los demandados a entregar la cabeza del toro a los carniceros. Merlan interpuso un recurso de casación y el Tribunal Supremo rechazó el recurso, dejando sentado la sentencia dictada por la Audiencia en la que se dice que había existido “una desposesión cuando esa parte del cuerpo pertenecía ya a los demandantes, como industriales compradores de la carne, concepto no limitado a las canales de la res, sino a todas las partes en que normalmente se despieza, entendiéndose según costumbre habitual en el mundo del toro, que la compraventa de la carne de los toros a lidiar incluye el todo del animal: vísceras, cabeza y despojos”.
Y esta es la triste historia sobre la muerte de “Yiyo” y de Burlero”, el toro y el torero que se mataron mutuamente y que no sólo trajo consecuencias trágicas al entorno del torero, sino que la codicia de algunos acabó en los tribunales. Ustedes se preguntarán como ha podido llegar hasta mí manos esta sentencia tan interesante y curiosa, y que estoy seguro pasará ya a la historia de la Jurisprudencia y también de la Tauromaquia. Los periodistas con raza somos inquietos y audaces, investigamos a veces, como sabuesos, lo divino y lo humano, pero la verdad es que todo ha sido fruto de una casualidad, que quiero que conozcan. La casualidad y el tiempo, por otra parte, son elementos consustanciales para cualquier investigación.
La sentencia me la hizo llegar un extraordinario abogado cordobés, muy buen aficionado a los toros, llamado Ignacio Enríquez. El equivalente en la abogacía cordobesa a lo que Luis Miguel Dominguín fue en los toros, por prestancia, maestría y torería. Un número uno en lo suyo. En el último número de la revista La Montera en que publiqué el último capítulo de una serie dedicada a “La República, la Guerra Civil y los Toros”, hablaba de las ganaderías y ganaderos que desaparecieron en la fraticida guerra civil que los españoles sufrimos en el siglo pasado. MI generoso amigo Ignacio Enríquez, me mandó un correo electrónico con la citada sentencia y me decía: “Zubí: como te prometí, te remito la sentencia que dictó el Tribunal Supremo sobre la propiedad de la cabeza del toro que mató al Yiyo, que al final fue para el que compró las carnes. En tu artículo de La Montera sobre las ganaderías en la guerra civil, mencionas a mi abuelo materno Indalecio García Mateo, padre de mi madre Teresa García Nátera, que se la vendió a Carlos Núñez, fundamentalmente porque habían matado en el frente a su hijo Indalecio, que era el que la llevaba. Si te interesa te puedo dar mas datos”. El mundo es un pañuelo y la generosidad de las personas hay que corresponderla con el tributo de la gratitud. Por eso yo desde estas páginas te agradezco de corazón Ignacio, la luz que me has dado pues de alguna manera, tú y yo, hemos escrito juntos una nueva página en la historia de la Tauromaquia.