Por Salvador Giménez
Roto por la rabia, abandonado, ausente y con lágrimas en los ojos, un hombre vestido de torero circunda el ruedo de Los Califas. Momentos antes, ese mismo hombre, había escrito una página histórica en los anales de la tauromaquia cordobesa. Páginas de oro escritas con una faena cumbre, pura, preñada de ortodoxia y verdad. El toreo en su máxima dimensión. El toreo que prende. El toreo como debe de ser. El toreo perfecto. Sin calificativos. Faena forjada con el espíritu, el cuerpo estaba ausente, para remover los cimientos del toreo en sí. La liturgia taurómaca se cumplía muletazo a muletazo. Domeñar la fuerza bruta de la fiera con la razón humana. El bruto iba por donde la mano del hombre le marcaba con firmeza. Despaciosidad también como nuestros pasos de palio, cada primavera, reviran en nuestras esquinas encaladas y blancas. Al ralentí, a cámara lenta…de salón, como en un sueño. Sueño de todo aquel que se reviste de Mitra y salta a la arena dispuesto a perpetuar una tradición milenaria. Faena que puso a todos los presentes de acuerdo. A todos. A los de las dos Españas de Machado, a tirios y troyanos, a los ortodoxos y a los heterodoxos, a los festivos y a los más serios. Todos, absolutamente todos, tras el borrón de la rúbrica de la espada, gritaron al unísono, a coro, TORERO, TORERO, TORERO. El toreo universal, el que marca, el infinito había obrado el milagro y había quedado grabado en las retinas y memorias de los que presenciaron tan magna obra.
Días más tarde se reunió el sanedrín de sabios. En teoría el de los iniciados, los puros de corazón y alma, los encargados de perpetuar la pureza y la verdad del toreo, los que salvaguardan los principios y normas de un ritual en que se dan cita la vida y la muerte. Los que juzgan algo, como toda arte, injuzgable. Entre todos los miembros del sanedrín de sabios, presididos por un Caifás de clavel en la solapa, no fueron capaces de ver lo que todos habían visto. La grandeza de la faena se les escapaba de las manos. Tanto que decidieron valorarla, pero no darle su visto bueno. Sanedrín del que no se duda su conocimiento, pero que si ha demostrado su falta de sensibilidad y razón. Sanedrín que no ha sabido ver algo tal vez irrepetible. Algo único e histórico. ¿Cuál es el motivo? ¿Aversión hacía el celebrante vestido de grana y oro? ¿El cumplimiento de unas frías normas escritas carentes de sensibilidad? ¿O quizás el excesivo afán de protagonismo?
Ellos, todos los miembros del Sanedrín, tienen la respuesta. Sabia tal vez, pero carente de alma, de sentimiento y de corazón.
Consumatum est (todo se ha cumplido). Un año más una obra de arte ha quedado sin premio, sin reconocimiento oficial. Otros años había excusas. Este año no. La de la espada no vale. Lo dice el quinto mandamiento. No matarás. La excusa no tiene excusa. El toreo es un arte, tal y como se pudo ver el sábado de feria, y las artes no se miden, ni se calibran, ni se juzgan. Son obras de arte y punto. Con esta ‘sabia’ decisión se han ninguneado al artista, a la prensa que lo contó, al público que lo vivió y disfrutó, a la historia del toreo de una ciudad, a la ciudad misma y se ha devaluado un premio que debería de desaparecer. Si, desaparecer. Por la falta de criterio, por la falta de sensibilidad, por el mal llamado ‘senequismo’, por la injusticia y sobre todo por llevar el nombre de alguien que tuvo la honradez de sacrificar su vida por algo que muchos, a pesar de su conocimiento en la materia, no han llegado ni llegaran a comprender.
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